Editorial - La Jornada
Ayer se cumplieron cien
años de la promulgación de la Constitución Política de los Estados
Unidos Mexicanos, cuya versión original fue acordada y redactada en
Querétaro, principalmente por representantes de las facciones armadas
carrancistas y obregonistas que por aquel entonces habían logrado el
control de la mayor parte del territorio nacional, aunque también
dejaron su impronta en el texto políticos e intelectuales radicales y
magonistas. Fue, en esa época, un documento avanzado, sin precedente en
el mundo, que suprimió la relección, incorporó diversos derechos
sociales y políticos, instituyó el municipio libre y la educación laica,
gratuita y obligatoria, estableció formas tanto individuales como
colectivas de propiedad de la tierra, definió la soberanía nacional
sobre el territorio y sus recursos y creó un marco de derecho laboral
con jornada de trabajo máxima de ocho horas, entre otras
reivindicaciones.
Esa Carta Magna, que actualizó y amplió notablemente los horizontes de la de 1857, fue el contexto legal para la creación de instituciones, de un modelo de desarrollo que en seis décadas transformó al país en forma radical y de una convivencia de nuevo tipo entre los sectores de la sociedad. Es cierto que en ese lapso los postulados democráticos del texto constitucional fueron ignorados en forma regular y sofocados por las estructuras corporativas del orden posrevolucionario; que el cumplimiento de los derechos individuales y colectivos distó mucho de ser sistemático y que la justicia social fue muchas veces soslayada en el ejercicio de gobierno.
Desde los años 80 del siglo pasado la Constitución ha estado
sometida a una intensa remodelación que por un lado ha ampliado derechos
individuales y ha acotado, al menos en lo nominal, el ejercicio del
poder, pero por el otro ha desvirtuado el modelo de Estado social y
soberano que establecía el texto de 1917. Las más de 200 reformas
introducidas desde entonces contrastan, por ejemplo, con las apenas 20
que ha experimentado el texto constitucional de Estados Unidos en más de
un siglo. El proyecto de país trazado en Querétaro luce hoy
desdibujado, contradictorio y desproporcionado.
Ese proceso, así como las realidades nacionales e internacionales del
presente, han llevado a diversos sectores a cuestionar la vigencia de
la Carta Magna y a proponer una tabula rasa en materia
constitucional. Se aduce, además, que el pacto social en el que se basó
la vida política, económica y social de México durante la mayor parte
del siglo XX han dejado de funcionar.
El debate es pertinente y necesario: ¿es deseable seguir sumando
parches y tachones a la Constitución? ¿Debe emprenderse un trabajo de
remodelación y homogeneización del texto actual? ¿Hay razones
suficientes y condiciones adecuadas para convocar a la redacción de una
nueva Carta Magna? Cabe esperar que la sociedad y las instituciones
lleven adelante la discusión, que el asunto sea examinado en foros y
reuniones y que el debate cuente con la participación mayoritaria de la
sociedad.