La Jornada / Gilberto López y Rivas
El artículo 39 es uno de los pocos artículos
constitucionales que las legislaturas al servicio del capital no han
osado cambiar: “La soberanía nacional reside esencial y originariamente
en el pueblo. Todo poder público dimana del pueblo y se instituye para
beneficio de éste. El pueblo tiene en todo tiempo el inalienable derecho
de alterar o modificar la forma de su gobierno”. Este breve párrafo
define al sujeto socio-político fundamental y único titular de la
soberanía nacional, y asienta dos supuestos trastocados a profundidad
por las llamadas reformas estructurales y el visible deterioro de la
democracia representativa. Los reiterados fraudes electorales y las
elecciones de un Estado delincuencial y de traición nacional, la crisis
institucional en todos los ámbitos de gobierno, son la expresión de que
la soberanía ha sido usurpada por una clase antinacional y antipopular;
actualmente ni el poder político dimana del pueblo ni mucho menos se
instituye para su beneficio.
Sin embargo, en la misma carta constitucional, en el primer párrafo
del artículo 41, y a contrasentido del concepto de soberanía, que por
definición es autoridad suprema, se establece que la soberanía del
pueblo se ejercerá por medio de los poderes de la Unión, y que “la
renovación de los poderes Legislativo y Ejecutivo se realizará mediante
elecciones libres, auténticas y periódicas” (sic). Con este acto de
delegación de la soberanía popular, entramos al pantano institucional y
de la partidocracia que ha provocado una situación de emergencia
nacional que amenaza la existencia misma de México como nación
independiente.
En esta dirección, José Ramón Hernández, en su libro Necroderecho (Libitum, 2017), surgido de un fructífero trabajo conjunto con sus alumnos del posgrado de derecho de la UNAM, reflexiona sobre un Estado de muerte en el que la vida diaria consiste en ejecuciones extrajudiciales, desapariciones forzadas, desplazamientos de población, crímenes de Estado y lesa humanidad, propios de un conflicto armado interno no reconocido, apenas disfrazado de una supuesta guerra contra el crimen organizado. Que México esté considerado como el segundo país más letal, después de Siria, ha motivado que, en disciplinas como el derecho, tan afines a visiones estatistas, jóvenes abogados, como Hernández y sus alumnos, se cuestionen en torno al papel del derecho en un país donde el crimen se torna en política de Estado, y sobre lo que califican como “barbaridades del estado constitucional de derecho”, situadas en el otro polo equidistante de las exigencias que para los poderes públicos establecen los artículos 39 y 41 constitucionales.
Hay que señalar que el llamado “estado de derecho” en el capitalismo neoliberal se encuentra fuertemente determinado por los intereses generales del poder político-económico, en el contexto de la especificidad histórica del agravamiento de la lucha de clases y la exacerbación de las contradicciones entre el carácter mundial de la acumulación y la forma nacional de la dominación burguesa, que siempre han sido inmanentes al capitalismo. A mayor conciencia y conflictos sociales, correlacionados con un mayor grado de expoliación de la fuerza de trabajo, mayor violación de los derechos humanos y deterioro del llamado estado de derecho.
La desestructuración permanente del derecho público, privado, civil y penal y, sobre todo, del derecho constitucional, proviene primordialmente de los poderosos que pueden operar las leyes, tienen el control real del aparato judicial, orientan la actuación del “constituyente permanente” (los parlamentos) y detentan el monopolio de la violencia considerada legal. En la actual globalización neoliberal, destaca el quebranto por parte de las propias autoridades en el cumplimiento de los marcos jurídicos vigentes. La carta constitucional, expresión formal de una determinada correlación de fuerzas sociales en un momento histórico determinado, producto de cruentos procesos revolucionarios, de graves eclosiones socio-políticas, ha sido sistemáticamente modificada en los últimos 30 años en función de los intereses corporativos trasnacionales y los de sus socios que en el interior de nuestro país trabajan diligentemente para reformar o violentar las leyes, si es necesario, para hacer prevalecer la ganancia privada y mantener un entorno estable para el capital trasnacional. Son paradigmáticas las contrarreformas al artículo 27 constitucional que pone en venta las tierras ejidales y comunales, las contrarreformas laboral, energética y educativa, así como las modificaciones a las leyes de minas y aguas, entre otras, para favorecer el interés corporativo y privado.
Veintitrés años después de la rebelión de los mayas zapatistas, esta organización político militar propone al Congreso Nacional Indígena, y es aceptado, la integración de un Concejo Indígena de Gobierno (CIG) y la participación de su vocera, María de Jesús Patricio Martínez, Marichuy, como candidata independiente a la Presidencia de la República. De nueva cuenta, el artículo 39 de la Constitución debe ser convocado para integrar nuevas formas de gobierno, ahora desde abajo, para hacer realidad la soberanía del pueblo pluriétnico y pluricultural del México de hoy. Como se pregunta Juan Villoro a lo largo de su hermosa crónica “La hora de los pueblos”: “¿Puede el país ser cambiado desde abajo, por los que menos tienen y no figuran en la historia patria? ¿Es posible medir con cifras el tamaño de la esperanza? ¿Es posible que el futuro venga de abajo?” (Proceso, número 2141, 12/11/17).
Lo cierto es que llegó el tiempo de este pueblo pluriétnico y pluricultural de recobrar su soberanía secuestrada por el mal gobierno. La hora de su florecimiento.